Diferentes estudios académicos revelan que el uso de las malas palabras tiene efectos fisiológicos, emocionales y sociales que son beneficiosos para las personas.

Cuando alguien se da un martillazo involuntario en el dedo gordo, quien más, quien menos, acostumbra a lanzar una retahíla de palabras bravas. Probablemente no nos demos cuenta (el alivio verbal es tan involuntario como el golpe del martillo), pero seguramente ese lenguaje florido nos está diciendo algo más.

Cuando niños, fuimos enseñados que maldecir y blasfemar, incluso cuando sufrimos dolor, es una conducta inapropiada; algo que deja al desnudo un vocabulario limitado o que de alguna manera está ligado a las costumbres de las clases más bajas, en esa ambigua forma que muchas enseñanzas culturales sugieren. Pero lanzar al aire una buena puteada sirve para alcanzar propósitos fisiológicos, emocionales y sociales, y resulta efectiva solamente porque es inapropiada. Así lo ponen de manifiesto numerosos estudios científicos.

«La paradoja es que ese acto de supresión del lenguaje es el que crea los mismos tabúes para la próxima generación», dice Benjamin K. Bergen, autor de What the F: What Swearing Reveals About Our Language, Our Brains and Ourselves. Él la denomina «la paradoja de la profanidad».

La razón por la cual un niño piensa que las «F-words» son malas palabras es que, durante su crecimiento, ese niño o esa niña ha sido enseñado de que, efectivamente, son malas palabras, de modo que el lenguaje que llamamos obsceno es una construcción cultural que se perpetúa a sí misma a través del tiempo, añade el Dr. Bergen, profesor de ciencia cognitiva en la Universidad de California, San Diego. «Es un sufrimiento que se crea a sí mismo».

A pesar de que los términos se utilizan a menudo de forma intercambiable, los científicos americanos distinguen entre «swearing» (blasfemar) and «cursing» (maldecir), conceptos que presentan una sutil diferencia en sus orígenes. Una maldición implica una condena o un castigo a alguien en concreto, mientras que la blasfemia contiene a menudo la invocación de una deidad para potenciar las palabras. En lo que concierne a la discusión moderna, ambas clases de palabras aparecen englobadas en el concepto de «profanity»: un lenguaje vulgar, socialmente inaceptable, que una persona no emplea en una conversación educada.

La paradoja -según Bergen- es que esas palabras vulgares solo son poderosas porque nosotros mismos las convertimos en poderosas. Si no estuviesen de algún modo censuradas, este tipo de expresiones serían solo términos usuales.

En su obra The Stuff of Thought, Steven Pinker, un científico cognitivo, profesor en la Universidad de Harvard, enumera una serie de funciones de las puteadas y distingue entre las puteadas enfáticas, por ejemplo, aquellas que tienen por objeto poner de relieve un punto, y las puteadas disfemísticas, que persiguen el propósito de hacer un comentario provocativo.

CATARSIS

Pero las puteadas son beneficiosas más allá de hacer el lenguaje más colorido. También ofrecen catarsis. Un estudio realizado en calidad de coautor por Richard Stephens, profesor de psicología de la Keele University, sugiere que putear puede incrementar la capacidad de soportar el dolor. Cuando alguien lanza al aire un responso al agarrarse los dedos con una puerta, el exabrupto ayuda a tolerar mejor el dolor.

En su experimento, el Dr. Stephens pidió a cada uno de los que tomaron parte en él que elaborasen una lista de palabras -incluidas las malas palabras- que ellos usarían en caso de que se dieran con un martillo en el dedo. Luego les pidió que confeccionaran otra lista con palabras «neutras», que usualmente se emplean para describir una silla (por ejemplo, madera). Con las dos listas hechas, el científico pidió a los voluntarios que sumergieran su mano en agua helada tanto tiempo como pudieran, mientras unos repetían una palabra de la lista neutral y otros de la lista de malas palabras.

El resultado fue que los participantes que pronunciaban las malas palabras lograron mantener sus manos sumergidas en el agua gélida casi un 50 por ciento más de tiempo que aquellos que se limitaban a decir (madera, plegable, respaldo, patas, etc.). Y no solo eso: los que pudieron maldecir a gusto dijeron que el dolor no había sido tan intenso. Los investigadores concluyeron entonces que las expresiones malsonantes tenían el efecto de reducir la sensibilidad al dolor. ¡Quién hubiera pensado que cuatro letras podrían ser tan calmantes!

«Para el alivio del dolor, los insultos parecen obrar como mecanismo disparador de la respuesta natural al estrés de ‘lucha o huida’, al mismo tiempo que incrementa la adrenalina y el bombeo del corazón», dice el Dr. Stephens. «Ello produce una analgesia inducida por el estrés y nos hace más tolerantes al dolor».

Otro experimento llevado a cabo por el mismo científico, cuyas conclusiones aún se encuentran en revisión, probó los efectos de las malas palabras sobre la fuerza. Durante una prueba de bicicleta y otra de ejercicios de fuerza manual se pidió a los participantes que pronunciaran obscenidades y palabras neutrales mientras pedaleaban en una superficie con resistencia y apretaban un dinamómetro de mano. En ambos casos las malas palabras mejoraron la performance.

Aunque utilizar este tipo de lenguaje es la mayoría de las veces inofensivo, el Dr. Bergen previene en su libro de que las calumnias, las ofensas y la difamación constituyen una notable excepción. Así, pues, mientras las profanidades presentan claros beneficios, cuando estas son utilizadas para referirse a grupos demográficos concretos, pueden acarrear perjuicios, afirma el científico.

Estas palabras, por supuesto, carecen de cualquier poder intrínseco o místico que confiera fuerza o resistencia sobrehumanas. Es simplemente que el acto de pronunciar una palabra tabú convierte a esta última en catártica, y ello se aplica también -según los científicos- a la catarsis emocional.

¿POBREZA O RIQUEZA DE VOCABULARIO?

«Debe de haber ventajas evolutivas en el uso de las malas palabras, pues de otro modo no hubiéramos evolucionado hacia su empleo», dice Timothy Jay, profesor emérito del Massachusetts College of Liberal Arts, quien ha escrito abundantemente sobre las profanidades. «Podemos expresar nuestras emociones hacia otros, especialmente rabia y frustración, de un modo simbólico y no con uñas y dientes. Maldecir nos permite hacer frente a una situación, airearla, y nos ayuda a lidiar con el estrés», afirma.

Las malas palabras pueden ayudarnos a comunicar nuestras emociones con más precisión, lo cual contradice la creencia popular de que las personas que emplean este tipo de lenguaje carecen de un vocabulario rico y variado.

Es el mito de la «pobreza del vocabulario», dice Jay. Es falsa la creencia de que las personas putean porque no encuentran o no conocen las palabras adecuadas a causa de su vocabulario limitado o empobrecido. «Cualquier científico del lenguaje sabe que no es así», dice Jay.

El mismo científico es el coautor de un estudio realizado en 2015 y publicado en Language Sciences, que puso a prueba la habilidad de las personas para generar palabras a partir de una letra inicial determinada. Los resultados de la prueba pusieron fin al mito de la pobreza del vocabulario.

«Encontramos que las personas capaces de generar el mayor número de palabras y nombres de animales a partir de una letra eran también capaces de generar la mayor cantidad de malas palabras», afirma Jay. De allí que, a medida que aumenta la fluidez del lenguaje, aumenta también la capacidad de utilizar estas palabras.

PUTEADAS Y HONESTIDAD

Algunos estudios han revelado un vínculo entre las malas palabras y la honestidad de las personas. Por ejemplo, un estudio publicado en el periódico Social Psychological and Personality Science concluye en que el uso de este lenguaje «está asociado con menos mentiras y decepción en el nivel individual».

El Dr. Jay afirma también que otras investigaciones han puesto de manifiesto que las personas perciben como más honestas a quienes utilizan malas palabras. La idea que subyace a estos estudios es que los mentirosos tienen que echar mano con más intensidad de su poder cerebral y pensar durante más tiempo para elaborar, sostener y recordar sus mentiras, o simplemente para evitar decir la verdad. Al contrario, las personas que acostumbran a decir la verdad llegan más rápido al punto, lo que puede inducirles a hablar de forma impulsiva y sin filtros.

ESTADO EMOCIONAL Y GRUPOS SOCIALES

«Pensamos que cuando las personas utilizan este tipo de lenguaje nos están indicando su estado emocional, y eso no es algo que la gente acostumbre a hacer», dice el Dr. Bergen. «Muchas personas esconden sus emociones, por un sinfín de razones, y pensamos, al contrario, que quien recurre a las malas palabras no está escondiendo nada. Entendemos que estas personas están transmitiendo sinceramente su postura emocional. Así pues, si queremos que la gente piense que estamos diciendo la verdad, una buena puteada podría ayudar a este propósito», añade el científico.

En determinados contextos sociales, el empleo del lenguaje obsceno puede servir como un conector. Cada generación tiene su propia jerga, que incluye la blasfemia. Cuando utilizas ese lenguaje es casi como una contraseña que te proporciona acceso a un cierto grupo, dice Bergen. Funciona de esta manera, incluso, cuando uno prescinde de las malas palabras. Por ejemplo, las personas con creencias religiosas a menudo evitan usar este tipo de palabras y prefieren a cambio utilizar otras expresiones para reemplazar las profanidades y aun las blasfemias (por ejemplo, ¡me cachi en diez! o ¡gordo de miércoles!). Estas expresiones nos dan señales claras de quién es socialmente esa persona.

Aun así, todavía hay detractores que sostienen que las malas palabras son innecesarias y deben ser censuradas. Tienen razón: si los mal hablados que hay entre nosotros -que son muchos- quieren preservar los beneficios del mal hablar, siempre será necesario contar con la cooperación de estos detractores, pues de este modo nos aseguramos de que la profanidad permanezca profana.

De: The New York Times